9 oct 2018

Non si dà gioia maggiore.

Volvía Rossini al Campoamor con otra de sus magistrales creaciones. Por suerte, o por trabajo, esta vez se ha contado con prácticamente todos los elementos para que la representación, como así sucedió, fuese un éxito unánime.

Para empezar, la producción de Sagi y su equipo aportó toneladas de ingenio y de color que cuadraron perfectamente con la intención del pesarés. Rossini es un compositor que prácticamente soporta cualquier intención escénica inteligente, siempre que no quebrante la esencia de la música y de sus propósitos. En este caso sólo algún pequeño detalle pudo molestar, pero es tan poca cosa ante tanto bueno, que el resultado no puede calificarse sino como sobresaliente. Color y alegría iaen la escena iluminándola como las coloraturas de Rossini iluminan la partitura.

Por supuesto, Rossini necesita cantantes de gran nivel, pero también una dirección musical inteligente y en estilo. La Oviedo Filarmonia dió lo mejor de si misma, magistralmente conducida por López Reynoso, quien en justo homenaje con la dedicatoria de estas funciones al Mº Zedda (aparte de a la excelsa Caballé), consiguió que la orquesta bailase y cantase como un intérprete más, con fantástico empaste en los concertantes, con un dominio del ritmo y la intención rossiniana, acompañado de un perfecto apoyo a los cantantes, redundando todo en una velada rossiniana al más alto nivel. Contando que el Mº mexicano deberá afrontar retos futuros con esta orquesta, por qué no esperar que lleguen por fin al Campoamor alguno de los títulos, como Semiramide o Guillaume Tell, que nunca hemos podido escuchar.

Y, por supuesto, los cantantes. Empezaremos con el prometedor Albazar del costarricense Astorga, desenvuelto en escena y en su aria. La Zaida es un papel de todo menos menor, por presencia y exigencias, que resolvió con solvencia Laura Vila. Punto débil de la cadena fue el Narciso del catalán Alegret, que dio un pálido retrato del papel en sus páginas solistas, pero cumplió en los conjuntos y en el trabajo escénico. El Prodoscimo de Esteve fue lo que se podía esperar en cuanto a sonoridad y personalidad, superando un desafío en un repertorio un tanto nuevo para él. Magisterio estilístico impartido por Corbelli en un Don Geronio saturado de exigencias físicas por la escena, como sus paseos con la moto a rastras mientras tenía que cantar. Espectacular intensidad escénica de Puértolas, bien complementada con su notable prestación vocal, con fraseo intencionado y, a pesar de alguna estridencia, resuelta coloratura y agudos. Y el Selim de Orfila fue también una eminente interpretación con agilidades brillantes, volumen profundo y fraseo distinguido.
Cantantes también son los integrantes de nuestro Coro, que nuevamente superaron los escollos vocales y los desafíos actorales, en una producción así son muchos, con éxito. Y un recuerdo también en ese aspecto actoral para el grupo de figurantes.

Campoamor entregado más en las salutaciones finales que durante la ópera, quizás también porque la obra brilla más en momentos de conjunto que en arias individuales.